El polvo se adhería a mis
zapatos, mientras caminaba por un estrecho pasillo de tierra. Mi destino era la
fiesta de Graduación de mi prima; mi localización, Tipitapa, “el lugar de los
petates de tierra”. En la noche de ese
gélido domingo de diciembre, sería testigo de cómo la amistad, el licor y la
pasión por el fútbol se mezclarían en
una fórmula que, hoy en día, es el estilo de vida de muchos.
Acudí a este evento movido por la cortesía que
existe entre los familiares (aún cuando no hay demasiado sentimiento afectivo)
y por la falta de valor para rechazar tal oferta. Lo de los bailes
extravagantes, el ruido excesivo y el emborrachamiento no es lo mío. Supuse que
todo esto lo encontraría allí, aunque, en esta ocasión, había uno que resaltaba
más que los otros: el guaro.
Ya en la fiesta, lo primero que
hice fue saludar a mi prima, quien, en su apuro de anfitriona, me llevó directamente al núcleo de la
“diversión”. Atravesé una improvisada pista de baile donde la música urbana era
lo que sonaba, mientras solo un par de personas eran los bailarines. Cuando
llegué al punto de reunión, fui presentado ante todos, y hecho esto, mi prima
se fue para coordinar otros asuntos más importantes. Tanto ella como yo lo
queríamos así. Me senté junto a la mesa donde unos 10 jóvenes (según mis
rápidos cálculos) eran los invitados a la fiesta. Todo eran varones y tenían
más o menos mi edad. Solo quedaba esperar a que alguna conversación iniciara,
ya sea al ser yo quien hablase primero o al ser ellos. Esto último era lo más
probable.
—Entonces maje, ¡bienvenido! No te preocupés aquí somos
broders muy buenas ondas —me dijo
uno de mis acompañantes, mientras yo empezaba a saludar a cada uno con un
choque de puños o un apretón de manos. En efecto, pude notar que radiaba
amistad en cada uno de ellos—. Aquí tenemos de sobra el guaro por si te querés
servir. ¿Vos tomás?
—No, yo no tomo —dije con
cierta serenidad, mientras observaba que en la mesa solo había botellas de ron
y varias cajillas de cigarrillo. Unas gotas de jugo de naranja eran el otro
ingrediente que complementaba el trago de agua ardiente.
Pensé que mis acompañantes
me recriminarían mi política de “No fumo, no bebo, no me drogo. ¿Mi adicción?
Las letras”, pero no fue así. Me demostraron lo tolerante y respetuoso que son
de las ideas ajenas.
—No importa, aquí respetamos
eso. Igual la podes pasar bien —me dijo uno de ellos quien parecía ser el
capitán entre sus amigos— Pero sí te gusta el futbol, ¿verdad?
Respondí afirmativo ante
esta interrogante. Al igual que ellos, el futbol no solo me gusta, me apasiona.
—¿A quién le vas al Barsa o
la Madrid?
—Pues, yo le voy al
Barcelona, al mismo que ayer ganó el clásico —respondí. Por cierto, ese sábado
anterior se había jugado el derbi español en donde el Real Madrid perdió ante
el Barcelona por 3 goles a 1.
—Aquí la mayoría le vamos al
Real Madrid, aunque perdamos —dijo el mismo interlocutor anterior— porque mi
corazón es blanco y mi sangre es…
—¡…Blanca! —respondieron los
demás, en lo que era una manifestación de euforia merengue. Gritos de ¡Hala
Madrid! fueron entonados. Vale destacar que también llevaban en sus venas al
licor, lo que les aumentaba su fanatismo y su orgullo.
Ciertamente, llevaba un mal
comienzo en mi proceso de adaptación a esta fiesta. No tomaba como ellos ni era
madridista apasionado como ellos. Aún así, ellos fueron tolerantes en este par
de aspectos, y el hecho de que a todos no encantará el futbol, favoreció al
desarrollo de los diálogos. Después de todo,
la pasión por este elimina las barreras y las fronteras. Pasamos gran
parte del evento refiriéndonos a trivialidades sobre el “deporte que no se
juega, sino simplemente con el corazón”. Hablamos desde el Ronaldinho sonriente
del 2005, el merengue naranja del 2007 hasta quienes eran los mejores porteros
de la actualidad y de tiempo atrás. Todo esto ocurría, mientras ellos se
llenaban del mísero “caballito”, y uno que otro iba a reanimarse en la pista de
baile. En realidad, solo había un par de muchachas que estuviesen dispuestas a
ir a “mover el bote”.
Guayo, “Guaro”, quien era la
voz mayor entre sus amigos, fue el más charlador en esa noche. Detecté que este
era su seudónimo, porque era así como le llamaban sus amigos cuando se servía
un trago bien cargado de ese veneno conocido como guaro. Él era un tipo delgado
y algo alto, que con su vestimenta
formal y con su copete bien arreglado
disimulaba cualquier estado de embriaguez. Supuse que encontraría algo
interesante en sus palabras, por lo que usé mi par de oídos para escuchar el
doble de lo que emitiese mi boca. Mientras él platicaba, yo solo asentía con mi
cabeza y era lo más atento posible.
—Sabes prick, aquí donde ves
todos somos perros al guaro, pero sobre todo eso, nunca olvidamos nuestra
amistad —me dijo Guayo, “Guaro”, cuando los efectos del alcohol ya lo empezaban
a sincerar—. Mis verdaderos amigazos son el Chele, Carlitos y José.
Señaló a cada uno de estos
tres individuos, y llamó a José para que se le acercase. Este último era el que
estaba más sobrio, y también parecía ser el cerebro del grupo: Tomó poquísimo
esa noche, para poder llevar las cuentas de los tragos de los demás, y luego reírse de las ridiculeces que hacían en
su estado de ebriedad. Tenía su pizca de regordete y un semblante de buena
persona.
—¡Uy sí! Este es más que
broder mío —dijo José, tras saber por qué su presencia se le era solicitada—.
Nosotros hemos amanecido juntos. Así somos. El puede llegar a mi casa y si quiere dormir, yo lo mandó al sofá
con toda confianza. Yo igual me voy a rolearme a su hamaca.
—¡Ah, pero te acordás la vez
que anduvimos seis meses sin hablarnos! —continuó Guayo, quien todavía sonreía
por las palabras anteriores de su amigo—. Hasta a catos nos agarramos en una de
esas.
—Este maje supuestamente
dice que me metió un turc***, pero ¡qué va a ser, nada fue lo que sentí! —respondió José,
quien presumía indirectamente su condición de fortachón—. Además acordate que
solo fueron como dos meses. No estés de inventor.
De esta manera, empezaron
una pequeña discusión sobre cuánto tiempo estuvieron sin hablarse. Por fortuna,
esta no terminó en los golpes, ya que los servicios de José fueron solicitados
en otra parte de la fiesta. Debía ayudar a levantar a uno de sus amigos, que se
había caído al piso bajo los efectos del alcohol. José, el más sobrio y el más
fortachón entre todos los presentes, era el indicado para esta tarea.
—No le hagas caso. En verdad
fueron seis meses, nada más que él no se acuerda bien —dijo Guayo, con la
convicción que tienen aquellos que se creen los dueños de la última palabra.
Tras esto, Guayo me contó la
vez que consiguió mayúsculos problemas con su padrastro, luego de una zanganada
que hizo con José, en una de sus aventuras de compinches del alma.
—La otra vez agarramos sin
permiso el carro de mi padrastro y lo anduve con José por toda Tipitapa. Lo
dejamos sin una sola gota de gasolina, y por casita nos multan. Eso sí, lo
disfrutamos de humo —dijo, sintiéndose orgulloso por su hazaña—. Y para colmo,
a la mañana siguiente cuando mi padrastro anduvo peguntando por su carro, yo de
cara de tubo le dije que no sabía de qué hablaba.
Guayo tuvo que frenar de
contar sus historias, cuando su presencia se le era solicitada en la pista de
baile. Debía bailar con mi prima, mientras yo me queda en lo solitario hasta
que Alfredo, otro de los fiesteros merengues, me empezó a platicar.
—¡Ideay! Y por qué estás tan
solo y seco —me dijo, mientras su mal aliento a guaro se estrellaba en mis
narices— ¿No tomas?
Al saber sobre mi disciplina
contra el licor, me respondió con una señal de visto bueno en sus dedos:
—Está bueno que seas así
porque así vas a conseguir buenas jañas
—Ve, ¿Acaso ustedes no
consiguen?
—Mirá, vos sabes que el amor
es como la muerte, que te llega de repente —me dijo, con esa entonación
filosófica que adquieren los borrachos cuando su cerebro ya empieza a expulsar
todas sus ideas.
Dicho esto, Alfredo se
retiró de manera repentina de la mesa. Quizá se le había olvidado que hablaba
conmigo, luego de ir a servirse uno de sus tantos tragos. Vale destacar, que lo
último que me dijo fue aquella expresión que ya había escuchado más de una vez
durante esa noche: “Si te fijas, aquí todos somos borrachos, pero grandes
amigos”. Como ya no volveré a mencionarlo en este relato, vale la pena aclarar
que su paradero en el resto de aquel domingo fue tomar y tomar más licor, y a
la vez, fingía ser un bailarín reguetonero y un payaso experto en ridiculeces.
Estuve apenas unos
segundos en la soledad, pues Guayo ya había regresado, dispuesto a continuar
con sus palabras. Aunque, esta vez se referiría a otros temas. Cada vez que
tomaba más guaro, se volvía más sincero y abierto a revelar sus ideas. Habló
primero sobre el tatuaje maya que ser haría en su espalda, ya que tendría
verdadera cultura en su piel. Luego, cuando le pregunté sobre qué carrera
estudiaba, supe la realidad que llega a vivir un joven alcohólico, amistoso y
bacanalero.
—Pues, yo he estudiado todas
las carreras, pero nunca he pasado del primer año —dijo, mientras aceptaba su
realidad con una pausada risa—. Lo primero que estudie fue Ingeniería en Sistemas,
pero me salí porque no me convencía: no me gustaba. Y sabes, aunque hoy mi
hermana ya sea una Ingeniera, yo no lamento haberme salido.
—¿Y qué estás estudiando
ahorita?
—Ahorita nada, solo estoy
trabajando en la Zona Franca donde gano 1800 pesos a la semana —respondió
Guayo, orgulloso de ganarse la vida mediante un empleo digno—. De eso, le doy
800 a mi mamá porque uno tiene que reconocer lo que hace una madre.
—¿Y vas a volver a estudiar?
—Sí, pienso regresar a
estudiar el otro año Banca y Finanzas, la última carrera que estudié —dijo con
palabras muy entusiastas—. Esta sí que me gustaba.
—¿Y por qué te salistes? —le
pregunté, mientras me interesaba cada vez más en el tema.
—Vos sabes que uno se
desmotiva cuando le dicen: “mira ya no tenemos más riales para estarte pagando,
así que ya no vas a seguir” —dijo, con una entonación bastante conmovedora—. A
mí me dolió eso porque yo me estaba esforzando en las clases; hasta había
conseguido pasar la clase de Contabilidad con un 98, ¡un 98!, y otra clase que
no me acuerdo cómo se llama con un 86. Hubieras visto como se alegró mi mamá
cuando vio aquellas notas. Pero, ni modo.
—Así es, ¡mala onda!, pero
seguí adelante.
—Yo en mis clases era serio —continuó—
es cierto que me podes ver aquí de bacanalero, pero lo que eran clases, eran
clases. De lunes a viernes estudiaba, y los fines de semana me iba con mis
amigos. Me emborrachaba hasta más no poder. Así soy yo. Eso sí, a lo único a lo
que no le hago es a la nieve, ¿Sabes qué es eso?
—Es la cocaína —respondí con
la inseguridad de un inexperto en esos temas. Para mi sorpresa, mi deducción
había sido certera.
—¡Correcto! No la tomo,
porque cuando lo hice estuve a punto de morir con lo se conoce como “la muerte
blanca”. Esa vez, me desmayé,
convulsioné, y vierás como se preocuparon mis broders. Por suerte sobreviví —dijo
Guayo, mientras disfrutaba el licor que ingería—. De ahí en adelante, ni quiero
verla, y mis amigos como ya lo saben, no me la ofrecen. Yo puede consumirte
marihuana o mota, pero la nieve, negra.
Luego de este testimonio, yo
solo pensaba y pensaba en lo que decía. Fue así como hubo por un momento un
silencio entre nosotros, y de esta manera, escuchábamos la música que provenía
del salón de baile. A causa de lo terrible que oíamos, se reanudó la
conversación.
—¡Qué música más horrible!
No hay como la de Enrique Bunbury o la de Gustavo Cerati —dijo Guayo, denotando
gran afición por este par de cantautores.
—¿Cuál es la canción que más
te gusta? —le pregunté.
—Alicia. Alicia, porque
simboliza mi fantasía —respondió de inmediato, sin pensarla dos veces. Ante su
respuesta, sentí los deseos de escuchar cuando pudiese esta canción. Luego de hacerlo, comprendí el verdadero enigma que representa esta melodía.
—Así debe de llamarse tu
jaña, ¿verdad?
—No, que va. Mi novia se
llama se llama Claudia, y en febrero me caso con ella. Me caso porque la adoro —la
serenidad con que había dicho estas palabras, llegó a sorprenderme un poco—. Yo
siempre la he adorado, a pesar de lo que ocurrió la otra vez
—¿Qué fue lo que paso? —fue
la pregunta, no mía, sino de mi curiosidad.
—La regué completamente.
Luego de que cortáramos por una tontería, yo en mi desesperación y
completamente bolo, fui a una fiesta en donde ella estaba, y en frente todo
mundo la humillé horriblemente. “Sos una m***”, así le dije. —era notable la
vergüenza que sentía Guayo al decir esto—. ¡Todo es una larga historia! Lo
bueno es que regresamos y que en enero le pido matrimonio, y en febrero nos
casamos.
Estas fueron las últimas
palabras que escucharía de Guayo, ya que mi retirada había llegado de manera imprevista.
Debía irme, sin saber todos lo destalles de su matrimonio. Lo último que le
dije fueron unos buenos deseos en su futuro, a lo que él respondió
que gracias. Así de rápida fue mi despedida. Un largo viaje me esperaba de
Tipitapa a Managua, y en el transcurso de este, solo pensaba en escribir estas
palabras, y de tal forma, comunicarles cómo es la vida de un chavalo que
sumergido en los males del alcohol, cree todavía en el amor y la amistad.
Nunca sabré con exactitud si
Guayo, “Guaro” me estaba matizando con lo de su matrimonio o con sus historias
anteriores. Yo confío en sus palabras, y espero que ustedes también. Que no sea expulsado como lo fue Alicia en el País de las Maravillas.
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