Nuestros oídos estaban listos para escuchar el tan
esperado cuento fúnebre. Nos sentamos alrededor de nuestra estimada
interlocutora, mientras un escalofriante viento de pueblo nos acompañaba. La
llegada de la noche en El Viejo significaba el momento ideal para escuchar todo
tipo de historias de miedo. Por dicha de Dios, conocíamos quién era la persona
indicada para que nos contase estos relatos, y mejor aún, sabíamos que ella
siempre hacía lo posible por estar a nuestra disposición. Cuando el sol se
ocultó tras las nubes, me uní al entusiasta y motivador grito de mis primos:
“¡Tía Monchita, dele, comience!”. Mi tía abuelita, serena y pensativa, acudió a
nuestra petición.
Mis primos, ansiosos e intrigados, esperaban ser
invadidos por alguna sensación de miedo. Yo, en cambio, no lo deseaba tanto. No
solo era el más pequeño, sino también el más sensible a ser asustado (por no
decir cobarde). Sin embargo, no me importaba que tuviese pesadillas esa noche o
que me orinara a causa del miedo. Lo que valía para mí, era escuchar a mi tía
Monchita.
Para ser franco, no recuerdo con exactitud sus cuentos. Solo
sé que estos se referían a casas embrujadas, a viudas llorosas, a esposos
malhechores, a haciendas entristecidas, a patrones avaros, y por supuesto, como
olvidar a los traviesos duendes. Tampoco estoy seguro si sus relatos eran
ficticios o autobiográficos. Eso sí, no me sorprendería que todas esas
historias mágicas y espeluznantes le hubiesen ocurrido. Yo apenas tenía unos
cuantos años de vida, y dudo que me haya sido sencillos entenderlos. Aún así,
siempre disfrutaba ser un oyente leal de mi tía. Escucharla me resultaba muy
grato. Ella tenía una incomparable habilidad para cautivar la atención de sus
sobrinos-nietos, en especial la mía. Su carisma era envidiable.
Poseía una voz muy sonora que se adaptaba de manera
perfecta a sus relatos. Variaba entre lo ronco y lo agudo, según el personaje
al que interpretará. Cuando narraba fijaba su mirada en el vacío, como si esa
fuese la fuente que consultaba por si se le llegase a olvidar algún detalle. Su
imaginación era casi infinita. Me pregunto cómo la habrá obtenido.
Por lo general, terminaba sus historias con un:
“Acuérdense lo de los los cigarritos”. ¡Vaya que a mi tía le
encantaba fumar! Estaba en su derecho de libertad y nadie puede juzgarla por
ello. Era como aquellos antiguos caciques americanos quienes con cada
inhalación adquirían mayor iluminación espiritual. Yo nunca recuerdo haberle
dado alguna moneda, al menos que fuese proveniente de mi bolsillo. Era mi papá
o algunos de mis tíos quienes le suministraban para los cigarros que compraba
en la venta de la esquina. Estoy seguro que ella prefería así: Estafar a los
adultos y a los niños narrarles sus cuentos por el único placer de narrar
cuentos, ser escuchada y pasar con ellos. Para mí, ella fue un buena tía-abuela
de a gratis.
A finales del año, mi abuela (mejor conocida como mita)
recibía la visita de sus hijos y nietos, y también la de su hermana Monchita.
Esta era la temporada en que su casa presenciaba las mejores acciones de
ímpetu, alegría y amor. No obstante, todos los adultos siempre se mantenían
ocupados en sus tareas, ya sea en la cocina, en el patio, en el porche o en la
calle. Todos, excepto uno. Todos, excepto mi tía. Ella siempre se sentaba en un
pasillo, que conectaba el interior con el exterior de la fachada, a observar el
patio. Parecía analizar todo lo que hacían los demás, y creo que sufría al no
poder participar activamente en ello. Podía pasar sentada en su silla de
plástico por horas y horas, y ella nunca se aburría. A lo mejor, porque no
tenía de otra. Me hubiese gustado saber que pensaba. Esa siempre será mi
incógnita. Quizá veía ante sus ojos como su pasado cobraba vida, y es por ello
que nunca se borraba de su cara esa mirada tan penetrante. Estoy seguro que
esta imagen de mi tía nunca desaparecerá de mi mente.
Siempre recordaré a mi tía Monchita de la misma manera:
Vestida con un faldón y una blusa a rayas, representantes de su sencillez y el
rechazo a la vanidad y el lujo. Lucía también un delantal en su cintura, uno
muy descolorido símbolo de lo laboriosa que era y de un pasado repleto de un
trabajo descomunal. En este guardaba sus cigarritos, si es que no se los había
fumado todavía, y uno que otro bombom.
“Siempre trato de andar un bombom en mi bolsillo para chuparmelo cuando
vaya al servicio, y así poder espantar a los duendes”, contó una vez mi
supersticiosa tía.

Luego de una prolongada separación entre sobrino y tía,
tuve hace poco la oportunidad de verla
una vez más. Dios lo quería de esta manera. Mi tía Monchita había sufrido un
cambio muy considerable: Ella no podía ver, estaba ciega. Tal condición hacía
pensar que estaba viviendo sus últimos meses. Lo que no había cambiado era su
estado de paz y armonía, por el contrario, este había crecido, al menos eso fue
lo que logré observar. Ella estaba más cerca a convertirse en un ser angelical.
Por supuesto que esto no es para extrañarse.
No voy a olvidar que en esta ocasión mi tía lloró, mientras
nos relataba sobre su perdida la vista. Parecía no haberse acostumbrado
todavía, y cómo hacerlo si ella ocupaba sus ojos en todo análisis que
realizaba. Su llanto fue muy sincero y enternecedor. Me sorprendió ver que los
adultos quienes la acompañaban no soltaran lágrimas también. Después de todo,
los adultos son así. Yo, en cambio, no pude evitar llorar en mi interior, mientras
fingía no hacerlo, como me ha sucedido en ocasiones anteriores. Ahora, cada vez
que recuerdo que esta imagen, no puedo evitar conmoverme al máximo.
Durante la noche de ese mismo día, mientras los adultos
festejaban su reunión entre risas y escándalo, sentí la necesidad de ver a mi
tía. En aquel entonces no sabía el porqué de mi deseo, pero ahora, casi un año
después, ya entiendo cuál fue el motivo. Ella dormía en uno de los cuartos que
había en casa de mi mita. Aprovechando la oportunidad de que no sería visto ni
cuestionado, entré a la habitación en que ella descansaba, y… ahí estaba ella,
soñando con el mismo entusiasmo con que lo hace un niño. A lo mejor soñaba con
uno de sus cuentos en los que ella era la protagonista, o quizá imaginaba como
sería su encuentro con Dios en el Reino de los Cielos. Si alguna vez tienen la
oportunidad de ver como una anciana duerme en un completo estado de relajación,
no la desperdicien y mírenla. No tienen ni idea de cuánto les puede cautivar
tal escena. Esto fue lo que me sucedió a mí, e incluso, hasta sentí la urgencia
de despertarle para que platicáramos y me contase uno de sus relatos, una vez
más. Sin embargo, no lo hice, porque sabía que pecaría al interrumpir el
descanso de un ángel. Abandoné el lugar, no sin antes disfrutar el último
vistazo que haría al estado de paz y armonía de mi tía. ¡Vaya que lo disfruté!
Once meses después de este acontecimiento, mi tía dejaría
el mundo de los humanos para asistir a su eterna paz tan merecida. Se había
preparado para ese momento con mucho anticipo. Era el fin de una vida tan honorable,
honesta y humilde.
La noticia de su
muerte llegó tan de repente, y conmovió a toda una familia conformada por casi
un centenar de descendientes. Sin duda alguna, yo fui uno de ellos, pero lamentablemente
no lloré (al menos de inmediato), y como me detesté por eso. Sabía que me
comportaba como un adulto al no hacerlo y que mi tía merecía mis lágrimas. Yo
quería llorar.
Es por eso que he escrito estas palabras y me alegra
haberlas hecho, ya que desde que empecé a redactar el segundo párrafo no paré
de llorar, y mi alma se sintió muy reconfortada. Además en el par de madrugadas
que le dediqué a esta faena, sentí a mi lado la presencia de mi tía como si se
estuviese preocupada por mi desvelo. Yo, aprovechando la oportunidad de su
presencia, no dude en decirle con las palabras más sinceras que pudo haber
emitido mi boca: “Te quiero, tía Monchita”.
2 comentarios:
Es la historia más tierna que he leído.
Era muy alegre mi tía monchita
Publicar un comentario
• Forma parte de este Diario no solo con tu lectura, sino también al dejar tu opinión en un comentario • Todos los comentarios son bienvenidos y respondidos • Conversa con este Principito