A esas horas de la noche, Benito podía salir de su
escondite, sin temor a ser visto por alguien que fuese espantado con su
presencia. Tras pasar todo el día metido bajo tierra, necesitaba estirar sus
piernas e inhalar un poco de aire siniestro, y para ello, el caminar por los
sepulcros que le rodeaban, le resultaba muy conveniente. Lo de caminar es un
poco simbólico, ya que, en realidad, él podía flotar por donde quisiera.
En su trayecto, saludó a don Filemón, a don Gustavo, a
doña Francisca y a otros de sus compañeros; lo hizo con el mismo afecto que
demostraba en sus tiempos de ser viviente. Estaban muy solos y tristes, y
cuando estrechó la mano de cada uno, sintió que se veía ante un espejo. Todos ellos, a pesar de haber muerto hace
mucho tiempo, se encontraban en la Tierra a causa de la celebración del
Día de los Muertos. Los espíritus del
otro mundo, al contar con el permiso y la generosidad de Dios, pueden visitar
su tierra natal durante este día, y así reciben, personalmente, las visitas que
sus amigos y familiares les conceden. Sin embargo, muchos de ellos prefieren no
bajar de El Cielo, y se quedan en su acogedora nube, con lágrimas entre sus
pestañas. Ellos son quienes ya han sido olvidados por los habitantes
terrícolas.
—¿Para qué
ir a visitar a los muertos, si ni falta les hacemos? Ahorita ellos han de estar
felices en el otro mundo, y deben desear que nosotros nos relajemos en nuestra
casa (o en el bar) —suelen argumentar la mayoría de los familiares
insensibles que ocupan la celebración del Día de los Muertos como pretexto para
no asistir al trabajo o a las escuelas.
Benito, en esta oportunidad, tenía mucha esperanza por
ser visitado en el solitario cementerio de Boaco. Aunque sabía que los veinte
hijos que tenía, repartidos entre varias mujeres, ya se habían olvidado de él.
Esto contrastaba con todo el llanto que se derramó el día de su muerte. En
aquel lejano 1993, él fue asaltado de su casa por unos bandoleros, y su cabeza se
distanció de su cuerpo tras un par de puñaladas en su cuello. El triste
desenlace de su vida compadeció a todos sus familiares, esparcidos por casi
toda Nicaragua, y a más de un millar de campesinos, quienes fueron beneficiados
con la generosidad de Benito, ya sea mediante un balde de leche o unos cuantos
tragos de aguardiente. No obstante, este compromiso fraterno no superó ni los
nueve días.
—¡Qué
ingratos son esos falsos amigos, a quienes invitaba a parrandear casi todos los
días! ¡Qué ingratos fueron esos sirvientes, a quienes traté como hijos! ¡Qué
ingratos son mis familiares, desde mis hijos hasta mis primos, quienes se
dividieron tras mi muerte la poca fortuna que me quedaba! ¡Qué ingratas son
todas las amantes que tuve durante mi faceta de marido infiel! —Repetía Benito
contantemente, mientras sentado en su sepulcro lloraba por sentirse tan poco
extrañado— ¿Qué fue lo malo que hice para merecerme tanto desprecio?
Concluido
este monólogo, una anciana, quien por su condición física parecía vivir sus últimos
días, se acercó al lugar en donde él estaba. De inmediato, se ocultó detrás de
unas lápidas, y no tuvo tiempo para reconocer quién era esa señora. Con paso
ligero, la mujer desconocida se acercó a la tumba de Benito, y al ver el mal
estado en que estaba, trató de embellecerla con unas flores de pétalos
naranjas, y luego sacudió el polvo que impedía la lectura del epitafio escrito
con letras mayúsculas. Después, buscó en su pequeño bolso un librito de
oraciones y un rosario, y tras un profundo suspiro comenzó a orar, mientras era
interrumpida por una constante tosedera.
Benito ya
había logrado reconocer quién era la extraña individua; le era imposible
olvidar aquel humilde rostro y esas manos tan laboriosas. Al escuchar la
candorosa voz que emitía un Ave María, se conmovió por completo, y a la vez, se
sintió muy dichoso por la visita que le había llegado. Se trataba de Adela, su
inolvidable esposa, con quien estuvo casado más de 40 años, entre muchos pleitos e
infidelidades, pero también entre un inmenso amor propio del siglo XX.
Benito no quiso interrumpir la plegaria de su
amada, y la observó desde lejos, mientras recordaba tantos momentos que vivió
felizmente junto a ella. Aún no olvidaba el día que se casaron cuando eran
apenas unos quinceañeros, y sus padres se oponían a tal unión. Recordó la
manera en que crecieron juntos en el campo, y la alegría que sintieron con el
nacimiento de todos sus hijos. Sin embargo, a su mente llegaron las imágenes en
que se comportaba como mal esposo, cuando asistía a sus parrandas y la engañaba
con otras mujeres, que solo le seducían por su juventud y su belleza física. Adela
era muy tolerante, y siempre soportaba a su marido luego de escuchar disculpas
bien inventadas.
—¡Qué ingrato soy! Adela siempre me manifestó un infinito amor, pero yo nunca le supe
corresponder con un afecto semejante. No sé cómo pude entrar a El Cielo si tuve
esas actitudes durante mi vida de malhechor en la Tierra— pensó Benito, con
palabras que denotaban mucho arrepentimiento—. En realidad, creo que sé la razón
por la cual pude entrar. Adela debió rezar todos los días por mí, mientras me
encontraba como ánima en el purgatorio.
Benito
quería irse del cementerio, pues no se sentía digno de ver a su Adela y menos
de hablarle. “Ella no merece exponerse a pescar una pulmonía solo por venir a acompañar
a este ingrato”, pensó.
Cuando
estuvo a punto de emprender su vuelo, recordó un consejo que una vez Jesús le
platicó en El Cielo: “Comienza con perdonarte a ti mismo y a demostrar tu
arrepentimiento, y verás que luego los demás te comprenderán”. Hizo caso a la
enseñanza del Maestro, y tras reflexionar unos minutos decidió comunicarse con
Adela, sin importar que actitud pudiese tomar. En el fondo sabía que ella se
emocionaría al verle. Apoyó su mano de muerto sobre en el hombro de su esposa,
pero no fue él quien saludó de primero.
—¡Querido, me alegra que te hayas decidido a hablarme! No sabes cuánto lo deseaba desde que sentí tu presencia —dijo Adela a su esposo, con una serenidad admirable— y no te preocupes, cuentas con mi perdón, así como Dios te lo ha dado. Y no dudes que te sigo amando, y ahora que estoy pronto a compartir tu paz, mi afecto es mucho mayor que antes.
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